Al entrar a la sala de exposición, pasé totalmente por alto los pequeños retratos de las tres mujeres a las que Alfredo Jaar ofrecía supuestamente una parte importante de su obra. Es cierto que dichos retratos estaban iluminados por todas partes, como si de estrellas de Hollywood se tratasen, pero en una pared blanca, realmente no destacaban en absoluto.
La galerista tuvo que decirme, en ese momento, que la obra de Jaar comenzaba con las fotografías de esas tres mujeres a las que no vi. Me quedé un poco extrañada al ver la pequeña dimensión de esas fotografías, si tan importantes se supone que fueron esas tres mujeres, si lucharon contra tantas injusticias, si volcaron sus vidas en el bien de los más necesitados, ¿no se supone que debería el autor haberles dado más importancia? Para mí no fueron nada, si no llega a ser por la galerista, no me habría dado ni cuenta de su existencia.
Tras esas pequeñas fotografías de grandes personajes, mis pasos me llevaron hacia una especie de cubo con unos neones a la entrada que nos daban el permiso de pasar a la estancia con su color verde. Al entrar estaba todo oscuro (fue el único momento en el cual sentí que la luz no me amenazaba), excepto por la pantalla situada al fondo de la sala en la que se veía cómo unos minúsculos números contaban hacia atrás, para, finalmente, terminar proyectando un vídeo de unos ocho minutos acerca de la vida y obra de Kevin Carter.
Estuve leyendo cada frase que aparecía en la pantalla, unas letras blancas rodeadas de oscuridad. Cada frase nos introducía un poco más en el mundo que rodeaba al fotoperiodista sudafricano, el mundo del apartheid, el mundo de la irracionalidad o de la supremacía de la raza blanca.
Llegando al fin de la proyección, el autor nos mostró la fotografía que hizo famoso y desdichado a la vez al joven Carter; una fotografía que reflejaba pobreza, hambre, destrucción. Tras esa imagen, unas potentes luces me cegaron (“qué raro que esto estuviera tan oscuro hasta entonces”, pensé).
Salí de la instalación. Salí con impresiones buenas y malas. Pensé en la vida de Carter. Pensé en su dolor y en todos los asesinatos que tuvo que ver, y en cómo tuvieron que influirle para que finalmente acabase con su vida. Pensé que ahora sabía algo más acerca del apartheid. Y también pensé que realmente, ya nada me extraña. La humanidad hace cosas buenas, y también comete horribles actos, imborrables en la memoria colectiva de nuestra historia. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo.
Y finalmente, no creo que haya sido necesario gastar tanto dinero en una exposición para “concienciarnos” de las atrocidades del hombre y de la pobreza que envuelve a muchos países.
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